Luces de invierno. (Historia que no ganó un concurso).

Mónica Béjar

2/8/20253 min read

Los fuegos artificiales habían comenzado. El cielo, de una oscuridad profunda, empezó a resplandecer con pequeñas estelas de luz, acompañadas por algún silbido distante.

La más pequeña, Ariadna, salió corriendo y se escondió bajo la larga falda de su hermana Ana María, quien la tranquilizó de inmediato. —Ariadna, no te preocupes, están muy lejos, no tienes por qué tener miedo. ¿No te parecen preciosos? —dijo mientras la acercaba al vidrio de la ventana para que viera que no había nada que temer—. Ven, las veremos juntas.

Marcos, el hermano mayor, se apresuró a coger un cigarrillo de un paquete de tabaco que su padre había dejado olvidado en la mesita, la misma que unas veces les servía como escritorio y otras tantas como mesa para comer.

La casa tenía dos habitaciones; todos dormían juntos, era lo único que podían permitirse. Aquellos no eran los mejores tiempos. Atrás habían quedado las celebraciones con banquetes y el quemar pirotecnia en el gran patio de su antigua vivienda. Su padre había perdido el empleo, y no hubo más remedio que mudarse allí, a la parte más alta y pobre de la ciudad. Aunque ahora Marcos no lo lamentaba, al fin y al cabo, si lo pensaba, todavía habían tenido suerte de conseguir aquel techo.

Algo nervioso, acercó el cigarro a su boca, sacó de su bolsillo un mechero y aspiró el aire mientras encendía la llama sobre la punta del pitillo. Como siempre, tosió un poco al sentir cómo el humo invadía sus pulmones. Aquel era el “regalo” que Papá Noel le había dejado. Un paquete de tabaco.  Una vez terminado su ritual, miró hacia sus hermanas y dio otra calada.

Ana María lo reprendió de inmediato: —¿No tenías otro momento para encender eso? Vas a llenar la casa de humo. —Pues salid a la calle a ver esa chorrada —balbuceó molesto—. No voy a ser yo quien siempre tenga que salir fuera. Ya estoy harto de esa estúpida norma, además, madre ya no está… ¿para qué cumplirla? —se quejó. —Marcos, por favor, no hables así, está Ariadna. Nosotros somos los mayores.

El muchacho miró a su hermana, que no tenía más de diez años. La dureza de sus ojos era la de una mujer que había cargado con el peso de una losa durante los últimos años. Los tres hermanos tenían la misma mirada. En sus ojos azules se dibujaba el hielo. El frío invierno, que azotaba aquellas Navidades, resultaba insignificante comparado con el vacío que de tanto en tanto se apoderaba de aquellos niños.

—Mira, Ana María, ahora hay más luces y suenan más alto —dijo la pequeña.

Los hermanos mayores se miraron entre ellos, y de inmediato se apresuraron a coger sus abrigos. —¿Quieres verlos desde más cerca? —preguntó Marcos con cariño, dirigiéndose a Ariadna. La niña asintió con la cabeza.

Salieron de la casa con la excusa de que, desde la colina, los fuegos artificiales se verían mejor. Las luces cada vez estaban más cerca, pero los silbidos se habían convertido en estruendos, y las chispeantes luces de colores que a lo lejos parecían una fiesta navideña se transformaron en proyectiles. Ni siquiera había tregua en Navidad.

La realidad se cernía sobre ellos. Estaban casi en la parte más alta cuando Ariadna se detuvo un momento. En sus ojos había un reflejo precioso de luz. A su inocente mente solo le dio tiempo de pensar: ¿Cómo podía ser tan bonita tanta destrucción? En un segundo, la luz los cegó; se apagó al estallar contra el suelo, devolviéndolo todo a la oscuridad.

Era Navidad, y se habían encendido las luces de la muerte. Los señores de la guerra seguían jugando, sin importar lo que se perdiera. Al fin y al cabo, ellos, desde sus asientos, no pasaban frío ni sufrían el humo de la muerte a sus espaldas.

En el suelo yacían los cuerpos inertes de las tres criaturas, a pocos metros unos de otros, a causa de la fuerza del impacto recibido. Junto a ellos estaba el paquete de tabaco que Marcos había llevado consigo, único recuerdo de un padre convertido en un espejismo, con quien esperaba reunirse mientras daba su último aliento.