El factor sorpresa
Una historia de la Vampiresa del Baix
Mónica Béjar
3/16/20255 min read


Iba camino de Collserola cuando, en la antigua ciudad de Molins de Rei, una nube ennegreció el cielo dejando caer una tormenta de agua y ventisca. Desde donde me encontraba podía divisarla y ver cómo se iba acercando hacia mí, motivo por el cual me vi en la tesitura de aligerar mi paso para intentar refugiarme en algún lugar del camino. Cuando el nubarrón alcanzó mi posición, no tuvo piedad en dejarse caer con ferocidad y dejarme empapada viva. Dada mi localización no tuve más remedio que pedir refugio en el Castillo, ya que era lo que me quedaba más cerca en esos momentos.
La lluvia, que había empezado a caer sin remordimiento alguno, dejaba riachuelos a su paso, anegando todo, formando barrizales en los caminos. Me costó algún trabajo llegar a las puertas del castillo, pues la ventisca tampoco estaba dando tregua, llevaba las gotas de lluvia de un lado hacia otro, convirtiéndolas en pequeños proyectiles que, de vez en cuando, se clavaban en mi cara, la cual era un poema, pues con la cabeza agachada, algunos mechones de pelo ya empapados se habían pegado en los laterales de mi rostro. Luchando contra aquella inclemencia temporal, había dejado de tener expresión alguna, cediendo a la semi ceguera al ir entrecerrando los ojos para que aquellas gotas del demonio no entraran en ellos. Al fin, cuando llegué a las puertas del castillo, agarré el picaporte y piqué varias veces con fuerza. Necesitaba que desde dentro pudieran escucharme, cosa que no iba a ser tarea fácil con el ruido de los truenos que acompañaban a la tempestad. Finalmente, después de varios intentos, una señora de mediana edad me recibió cortésmente, y al ver el estado en el que me encontraba, la frase pato remojado me quedaba ni que pintada, me hizo pasar para que me resguardara de aquel diluvio. Con una inmensa sonrisa en su rostro, me ofreció unas toallas y me dirigió hacia la chimenea, que resplandecía por las vivas llamas que guardaba dentro de sí, mientras iba a buscarlas para que no cogiera frío y me resfriara.
Rosa María, que era como se llamaba mi anfitriona, llevaba unas gafas pequeñas y redondas que sujetaba casi con la punta de la nariz, dando un aire tierno de yaya pastelera, por la cual habría pasado tranquilamente, ya que, detrás del delantal blanco con encaje que llevaba, asomaba un jersey fino de lana color rosado y una falda de tuvo negra que le quedaba por debajo de las rodillas que le hacía juego con unas zapatillas de lo más peludas, también rosadas a juego con el jersey.
Al lado de la chimenea había dos sillones en forma de butacas grandes de escay, de esas antiguas que los acabados son con chinchetas doradas. Eran de color rojo y las llamas de la lumbre se reflejaban en ellas.
Sentado en una de ellas divisé al señor Ramón, era el esposo de Rosa María. Él también me saludó con amabilidad y empezó a entablar conversación conmigo. Con mucha cordialidad, me invitó a que me sentara, yo, con la educación que me precede, le dije que mejor esperaba a que su esposa me trajera las toallas. No quería mojar el sillón y causar más molestias de las que ya les estaba dando. Ramón me dijo que no me preocupara, que con la lumbre se secaría enseguida. Justo cuando se lo estaba agradeciendo apareció Rosa María con las toallas. Me las entregó y me invitó a pasar la noche, ya que aquella tormenta no tenía pinta de amainar en ningún momento. Yo accedí a cambio de pagarles algo por mi estancia. Ramón me dijo que no era necesario, que sería su invitada de honor, y que sería la excusa para que su esposa prepara un plato suculento.
Me ofrecí a ayudar a la señora, pero fue en vano, se negó a que entrara en su cocina y me pidió que me quedara allí y terminara de secarme. Mirando a su marido nos dijo que nos avisaría cuando la cena estuviera lista.
La conversación con Ramon mientras esperaba fue muy amena, aunque me quede un poco desconcertada cuando cada vez que se dirigía a mí me llamaba Caroline. Las primeras veces lo corregí, pero cuando vi que el señor no paraba de llamarme así, pensé que quizás me estaba confundiendo con algún familiar y dejé de hacerlo, era una invitada por sorpresa y mi último deseo sería molestarlo de ninguna de las formas.
La señora de la casa nos llamó para ir hacia el comedor donde serviría la cena, curiosamente ella también se dirigió a mi llamándome Caroline.
Nos dirigimos hacia una sala contigua a la salita donde estaba la chimenea, era un comedor con una mesa para unos diez comensales que conectaba con la cocina.
El señor Ramón se sentó a presidir la mesa. Su esposa y yo teníamos los cubiertos a su lado, la una enfrente de la otra.
La mesa estaba repleta de comida, torradas de pan, jamón, queso, tomates de la casa, una gran ensalada y en el centro, una olla humeante de sopa que olía divino.
Mis anfitriones, muy amables, me dijeron que podía servirme yo misma. Un escalofrío se empezaba a apoderar de mí cada vez que, de nuevo, el matrimonio, volvía a llamarme Caroline.
Volví a corregirles una y otra vez, recordándoles mi nombre, Vesta, lo cual, lo único que les provocaba era una enorme sonrisa. Cediendo al hambre y con ganas de entrar en calor, les pedí permiso para servirme un poco de sopa.
Justo cuando servía el primer cazo, entre las verduras, dentro del mismo, pude apreciar lo que parecía un dedo de una mano, el cual, al volcarlo, calló justo en mi plato.
Horrorizada intenté disimular lo que acababa de ver pensando en la forma de salir de aquel castillo lo antes posible. Se hizo el silencio, y mis anfitriones se miraron entre ellos comentando que a Caroline le encantaba aquella sopa.
Muy lentamente, me levanté de la mesa para intentar con una excusa salir de aquella casa. Pregunté dónde estaba el servicio. Amablemente ellos me lo indicaron. Desgraciadamente justo quedaba a continuación de la cocina, lo que me dejaba mucho más lejos de la puerta.
Así que una, vez me indicaron, me puse a correr hacia el lado opuesto del servicio, que era por donde había entrado. Conforme iba acercándome hacia la salida, aquellos dos individuos me iban acechando ya con cuchillos en mano, supuse que para hacerme pasar a ser parte de su despensa.
El hombre se me adelantó y cerró la puerta con llave. Mire a mi izquierda y ví unas escaleras. Corrí y las subí lo más rápido que pude. Daban al piso de arriba. Extasiada en mi huida, rogé que allí no hubiera algo peor. Crucé un pasillo y entré en la primera puerta que encontré a una habitación. Los muebles victorianos que contenía estaban llenos de polvo. Buscando una salida, vi que del techo colgaban unas cortinas verdes, con flecos al final de ellas. Las abrí y aprecié que entraba luz. Pero fue en vano, ya que en pocos minutos me tenían acorralada. Sus caras ya no eran las de dos ancianos amorosos. Los cuchillos brillaban con el reflejo de la luz a la vez que sus rostros emanaban sonrisas diabolicas. Miré hacia la ventana que estaba demasiado alta y lo único que pude ver fue la luna que resplandecía entre las nubes de la tormenta. Creí que todo estaba perdido, pero, en ese justo momento me transformé en una criatura del infierno y devorando a aquellos dos infames sacie mi sed de demonio, no dejando ni un dedo para hacer ni una mísera sopa.